jueves, 9 de agosto de 2007

Alberto Fuguet: Amor sobre ruedas

"And girls just have fun"
Cindy Lauper
Todos los fines de semana, incluso los domingos después del Jappening o del fútbol, Sandra y Márgara se subían a un Toyota Célica azul-cielo y recorrían Apoquindo buscando tipos -o minos como decían ellas- con quien pinchar. Era casi como un deporte, un verdadero hobbie, pero a ellas les parecía bien, entendible, para nada un vicio denigrante como les habían dicho por ahí. Cuando empezaron a salir los martes, sin embargo, tal como hoy, hasta ellas mismas se dieron cuenta de que quizás se les estaba pasando la mano. Pero nunca tanto. Total, pensaban ellas, peor era quedarse solas, cada una por su lado, pasándose películas, frustradas a morir.
La que manejaba era Márgara, la dueña del Célica, que por esas cosas del destino no era la que llevaba las riendas al momento de hacer la conquista. Las razones eran básicamente dos: debía preocuparse de guiar bien el auto (un choque sería vergonzoso, totalmente fuera de lugar, como caerse mientras se baila un lento); y lo otro era que no le pegaba tanto al oficio de engrupir como la Sandra, su amiga y copiloto, la cerebro del dúo, que era bastante atractiva, como exótica, con el pelo largo que le tapaba un ojo, negro brillante con rayitos rubios, bien a la moda. Juntas, Sandra y Márgara, que era más baja, entradita en carnes si se quiere, se juraban las reinas del pinche sobre ruedas, las Cagney y Lacey de Apoquindo, aunque estaba claro que eso era pura imaginación, porque había otras minas a las que les iba harto mejor en eso de la conquista de auto a auto. Sandra y Márgara eran buenas amigas, aunque igual se aserruchaban el piso a la hora de la verdad. Cada una por su lado y que gane la mejor si se la puede. Se conocían de toda la vida, compañeras de curso y de banco, con todo lo que eso implica. Algunas antiguas compañeras de curso con las que se juntaban a tomar once, a pelar, les habían dicho, no mucho antes, que era decadente y triste eso de andar buscando hombres por la calle. Hasta peligroso. Ellas le respondieron, en cambio, lo que ya tenían asimilado: "¿De qué otra forma vamos a conocer hombres?" Y, de alguna manera, era cierto. En sus respectivos institutos ya ubicaban -como decía Sandra- al ganado masculino disponible. Sabían perfectamente quién era quién, o sea, que ninguno las inflaba demasiado. Los compañeros de curso eran sólo eso: compañeros. Y se acabó. Claro, podían meterse a alguna actividad, ¿pero cuál? ¿Gimnasia aeróbica?: puros maricones. ¿Cursillos de filosofía,, de poder mental, talleres literarios?: puros locos, trancados. No, no eran de esa onda. Para nada.
El panorama era, entonces, desalentador, poco viable. Por eso habían llegado a la conclusión de que era necesario salir al encuentro, tal como lo estaban haciendo hoy, porque si se ponían a esperar a que llegara ese príncipe tan anhelado, lo único que iban a sacar en limpio era que, aunque sonara siútico, el tren se fuera sin ellas.
Había sí un consuelo: no eran las únicas dedicadas a eso ni mucho menos. Cada vez que salían de ronda, como esta extraña noche, se cruzaban en su camino con un buen número -un aterrador número- de mujeres que buscaban lo mismo o quizás aún más, porque algunas de ellas iban a la pelea firmeza y Sandra y Márgara andaban en la onda tranquila, tratando de conocer tipos para después elegir al más adecuado, al más tierno del montón. La competencia, entonces, era dura, sin compasión. Cada hembra necesitada, cada vieja en busca de carne joven, cada mina lateada, era una amenaza para las dos.
Es difícil creer que dos mujeres jóvenes que salen a buscar hombres -tenían su tope en tipos de treinta- no lleguen hasta el final. Tampoco atracaban. Y no era porque no lo desearan sino simplemente por la fama. Santiago es, en el fondo, un pueblo chico y, tal como siempre lo repite la Márgara, la que se da el lujo de saltar de cama en cama, después lo paga. La idea, entonces, era conocer tipos en auto, aceptar a que las convidaran a tomar bebidas, decir que sí, estar un rato, intercambiar teléfonos, a lo más ir a un mirador y casi nunca tener algún contacto mayor.
Como no eran tontas y sabían que era necesario cuidarse, aunque esta noche, esta noche era otra cosa, nunca aceptaban ir muy lejos. Tenían como ley no bajar más allá de Providencia de Lyon y no subir más allá del Tavelli de Las Condes. Otra regla era siempre seguir en el auto propio, así si los compadres se ponían hostigosos, se viraban y listo. Los tipos que conocían generalmente eran pintosos (si no, no los saludaban a través de la ventana), de buen nivel, con autos más o menos potables. Básico era que les gustara la música y que la tocaran bien fuerte. Dependiendo de la emisora, Sandra y Márgara sabían la onda de los desconocidos y si cumplían las exigencias mínimas. Típico resultaban ser estudiantes del Incacea o del Inacap, pocas veces les tocaban universitarios de la Católica, pero eso era pura mala suerte porque ellas sabían que aburridos y parqueados había, y muchos, y que el hecho de ser inteligentes no es sino una razón más para necesitar salir a buscar mujeres porque estaba super probado que mientras más capos los tipos, más imbéciles para ser felices.
En eso mismo están pensando las dos: en la dosis de suerte que se necesita para enganchar pareja. Quizás esta noche, noche bastante tibia para ser octubre, las cosas se den de otra manera, esperan. Algo se intuye, incluso. La noche está distinta, trastocada. Rara.
Apoquindo, la avenida más usada del barrio alto, con sus tres pistas para arriba y sus tres para abajo, tiene actividad para ser martes y casi parece sábado; esto las pone de buena y les da ánimo mientras recorren esta parte de la ciudad. Sandra anda hecha una loca cantando a todo full (aunque no tiene ni idea de inglés, sólo sabe que David Bowie es como lo máximo), moviendo todo su cuerpo al ritmo de la radio, creyéndose estupenda y orgullosa de ser joven, de tener plata, de ser ella.
Tal como se decidió, Sandra anda con una polera muy apretada, sin sostén. Márgara se puso, aunque en realidad no se la cree porque de femme fatale no tiene nada, una falda con dos tajos que según ella mata a cualquier tipo en menos de un minuto. Arriba un peto negro super brilloso que le queda medio suelto. Como sombra de ojos, una pintura canela que destella chispazos dorados. Las vestimentas de las dos no son de día martes. Son como para ir a la pelea.
Las nueve diez, relativamente temprano. Salen a Apoquindo, la calle sagrada, por El Bosque Norte, la de los restoranes que ilustran las páginas de la Mundo Dinners; doblan hacia arriba, rumbo a El Faro, donde la taquilla se juntaba antes de que muriera por pasado de moda. Andan inquietas, como preparándose para la victoria, conversan puras tonteras y quizás por eso no se han dado cuenta de que hace media hora que las siguen de cerca, bastante cerca, casi raspándoles el parachoques. Tanto parloteo y tanto mirar para los lados las hace olvidar lo que hay a sus espaldas: un auto negro, brillante y luminoso, que refleja las luces de toda la arteria. El auto es bajo, como una lancha, y avanza lentamente, casi sin tocar el pavimento, espiando a las dos mujeres que recorren las calles buscando al hombre perfecto.
Sandra enciende un cigarrillo. Lo aspira y suelta el humo, grácilmente. Mira a Márgara, que parece decepcionada. Sus ojos tan maquillados se ven muertos, fijos en el tráfico que está adelante; no en el de atrás. Sandra sigue fumando; en la radio la Madonna canta feels so good incide y ambas saborean los labios. Pero así y todo no pasa mucho. No hay caso: mientras más intentan pasarlo bien, peor la pasan. Quizás sería mejor volver a casa.
De pronto los ojos de la Márgara se encienden. Un antifaz de luz estalla en su cara. La iluminación sale del retrovisor, como si hubiera reflectores invisibles colocados en el espejo. Rápidamente Sandra se da vuelta y ve las dos luces redondas resplandeciendo como panteras en su cara. El auto azabache disminuye su velocidad y comienza a quedarse atrás. Pero sólo por un instante. El señalizador se prende. Avanza, se coloca en la otra pista y acelera. Ya está al lado de ellas. El azul del Célica se refleja en el elegante negro. Ambas están calladas, atónitas. Las ventanas del auto también son negras y relucen. No se ve nadie adentro. Están muy cerca, apenas unos centímetros de distancia. Ambos se desplazan a la misma velocidad. Luz roja. Los dos se detienen.
Ahora están uno al lado del otro. Sandra, que ya tenía su ventana abajo, está con el codo afuera y mira de reojo la negra ventana. Vendería su alma con tal de poder ver quién está dentro. Y el deseo se cumple: las ventanas –todas las ventanas– comienzan a descender automáticamente. A medida que bajan, va saliendo cada vez más fuerte un rock cuyo ritmo asemeja el del latido de un corazón. El interior del auto está iluminado y una extraña luz verde se escapa a través de los espacios que dejaron. Adentro hay cuatro hombres, tipos de veinte, veinticinco años. Los cuatro parecen sacados de una revista de modas masculina. Son perfectos, bellísimos; sus pieles color maní emanan una fragancia espesa y atrayente que cruza de un auto a otro.
Cada uno es distinto, tienen peinados diferentes; lo mismo sus ropas, sus relojes, sus rasgos. Pero los ojos los tienen iguales. O muy parecidos. La misma mirada fija, dura, atrapante. La estilización de sus rostros los hace verse falsos, fabricados, maniquíes vivientes que respiran, sudan, acechan.
Luz verde. Ambos parten. Márgara, sin saber por qué, cambia la radio y sintoniza la misma estación que la del auto negro. Ninguno de los dos se adelanta. Se mantienen paralelos. Los tipos no las miran. Ellas no hacen otra cosa que contemplar con la boca abierta y húmeda a esos cuatro ejemplares soñados. Apoquindo parece más lenta, más vacía. Luz roja.
Sandra infla un globo con su chicle rosado. Está que revienta de enojo y tensión. Los cuatro hombres aún no miran para el lado. Y están tan cerca. Bastaría con estirar la mano un poco para acariciar ese mentón duro y serio, para revolver ese pelo a lo Sting, corto y castaño, empapado de gel. Pero el tipo mira quieto el vacío mientras golpea el volante con sus dedos. Los otros tres tienen sus platinosos ojos fijos en el grupo de prostitutas de abrigos de piel sintética y medias caladas que rondan por la esquina de Burgos. Márgara observa con envidia cómo las codiciadas miradas del auto negro se dirigen a esas minas de mala muerte y no hacia ellas que están de miedo, listas para todo, para esos cuatro gallos malditos de buenos, enfermos de matadores. Luz verde. Partir.
Márgara acelera a fondo, haciendo rugir el motor, pero no parte. El auto negro sigue ahí, impávido. Una vez más acelera, saca humo y para. Los tipos no responden. Siguen acelerando, suelta, acelera y suelta, embraga: primera, pela forros y sale, segunda, volando, rajada, a concho, setenta, noventa, picando a todo dar, y el auto negro, refulgiendo como un jaguar oscuro electrificado, como las zumbas para arriba, pasando el letrero rojo de la Gente, el Bowling y su mundillo, dejando toda la taquilla atrás, alcanzándolas, colocándose a su lado, cerca, el viento está fresco y fuerte, despeinando, removiéndolo todo y la Sandra que ya está casi afuera de la ventana, eufórica y rayada y les grita con toda su fuerza ¿quieren hueveo, locos?
Y comienza a tirarle besos, a abrir su boca, a sacarse el rouge con la lengua. Márgara sigue acelerando, ya van en ciento veinte, no puede parar, la radio ya revienta, there´ll be swinging, swaying, music playing, dancing in the streets y los tipos, cosa sorpresiva, comienzan a sonreír, a tornarse humanos y les devuelven los besos, les gritan frases, garabatos, guiños de ojos, vamos, Márgara, acércate, éstos sí que van a la pelea, yo me quedo con los de adelante, total, una vez en la vida, qué te importa, huevona, si príncipes nunca vamos a encontrar, loca, y los minos se van acercando, suave, lento, deslizándose a su lado, ven, guapo, más cerca, así, para sentirte, cosa más rica, si supiera tu mamá, lindo, ven, déjame chuparte, lamerte y... ¡mierda!, algo cambia, el auto comienza a enfurecerse, a echar chispas, a tratar de arrollarlas, de sacarlas de la pista. Se inicia el encierro, la guerra, el caos; el auto negro arremete contra el Célica, trata de chocarlo, de destruirle la puerta lateral y la batalla sigue, a alta velocidad, solos, sin ningún auto cerca, solamente la avenida como campo de combate y Márgara acelera, lo más posible, mientras que los tipos del auto negro les gritan garabatos, más garabatos, insultos, les lanzan escupos y pollos, se bajan los Wranglers, y ambas radios, como si estuvieran conectadas, como si el auto negro ya dominara, emiten sinfonías crípticas, sonidos bajos y densos, chirridos diabólicos y guitarra pesada, enervante, rock metálico, rock satánico y la niebla, rara para octubre, una niebla verdosa y áspera, inicia su entrada a la calle, llenándola hasta las azoteas de los edificios, tapando toda la vía, bloqueando la vista, los sentidos, paralizando los reflejos y el auto negro avanza sobre el colchón de niebla, circunda al Célica hasta encerrarlo en un tornado púrpura y viscoso y, en medio de risotadas que se escuchan a lo lejos, de caos metálicos que se escapan de las alcantarillas, desaparece por una calle transversal, dejando como huella un temblor en los árboles y un estallido en la brisa.
Márgara y Sandra están sentadas en medio de Apoquindo con el auto parado. La calle está vacía, sin gente, sin buses, sin nada. La niebla sigue y aumenta. Ambas respiran hondo y tratan de olvidar lo recién vivido. La radio ya no funciona. Está muerta.
Se suben al auto, encienden el motor, dan vuelta, y comienzan a volver a casa en silencio, tratando de no meter bulla. El trayecto se hace eterno, como si el pavimento se dirigiera en la dirección contraria. La soledad de la avenida y el mutismo reinante no pierden su olor a complicidad. Márgara mira por el espejo y ve dos luces a lo lejos que se vienen acercando rápido. Acelera como nunca lo ha hecho antes.
De una esquina aparece un auto negro que rozando diagonalmente la calle se instala frente a ellas, bloqueándoles la vía de escape. De la nada, dos autos negros se colocan uno a cada costado. Márgara vuelve a mirar el retrovisor: otro auto negro está pegado a su cola. La radio comienza a funcionar, remeciendo los vidrios. El motor se apaga. Los cuatro autos se detienen. Una puerta se abre.




























José Leandro Urbina: Padre nuestro que estás en el cielo

"Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una mano, a la otra pieza .
-¿Dónde está tu padre? preguntó.
-Está en el cielo, susurró él.
-¿Cómo?¿ha muerto? preguntó asombrado el capitán.
-No, dijo el niño, todas las noches baja a comer del cielo.
El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho".

Hernando Téllez: Espuma y nada más

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero el no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa debep tener tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”. Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de espuma Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. El no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno, verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel, quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mana por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena. Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar coro habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? ... Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado. La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa...” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo... No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto. La barba había quedado limpía, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita. “Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo: “Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.

Guillermo Blanco: Adiós a Ruibarbo

Mañana a mañana, casi al filo del alba, el chico llegaba a sentarse en la acera empedrada, frente al portón de la panadería. Adoptaba siempre la misma postura: cruzadas las piernas, las manos cruzadas delante de ellas, la vista fija en el callejón que conducía a las caballerizas. Sus ojos eran hondos, eran negros, miraban de una manera extrañamente intensa. Esperaban, con esa mansa paciencia cristalina de los ojos de niño.
A veces, la brisa del amanecer le producía en el cuerpo un leve estremecimiento. A veces era el sol recién nacido el que le penetraba con quieta caricia. Todo él, sin embargo, se concentraba en la mirada en las pupilas inmóviles, atentas al punto por donde habrían de asomar los caballos , y sólo parecía retornar a la vida cuando se escuchaban desde dentro las voces de los conductores, y restallaban las fustas, y sobre los adoquines comenzaba a resonar el golpeteo de las herraduras.
Luego aparecía el primer carro
Iba saliendo muy despacio, pues el callejón era angosto, y al dueño le molestaba que los ejes rasparan el adobe de los muros. Los hombres lanzaban imprecaciones a cada maniobra, más quizá por costumbre, por una especie de rito del gremio, que por estar airados de verdad.
Pero el chico no los oía.
Nos los veía.
Él contemplara a los caballos únicamente, mientras en sus labios se insinuaba una sonrisa, o menos: la sombra, el soplo tierno de una sonrisa.
Si era posible, al pasar los tocaba. Apenas unas palmaditas fugaces en las paletas, en las ancas. Musitaba sus nombres, muy serio, igual que si fuesen un secreto entre ellos y él:
—Pintado. . .
—Canela. . .
—Penacho. . .
—Ruibarbo. . .
Eran cuatro. Dos salían trotando hacia un lado y dos hacia el lado opuesto. El muchacho también se marchaba, en cuanto los veía desaparecer a la distancia. Se iba paso a paso, y las piernas y el cuerpo se prolongaban a su espalda en una sombra interminable, imagen de su deseo de quedarse allí, junto al portón, aguardando.
Caminaba hacia la escuela, al lado oriente de la ciudad.
La ciudad era pequeña, de no muchos habitantes. Sólo diez o doce casas grandes, unas cuantas oficinas, un par de avenidas con pavimento de concreto. El resto era viejo o antiguo: calzadas polvorientas, construcciones de un piso, techos de tejas y verjas de hierro. Todavía algunos hombres y mujeres esquivaban ir al centro por recelo de los letreros luminosos, los automóviles, los dependientes pulcros de las tiendas.
El chico no iba casi nunca.
De la escuela bajaba al río, del río a almorzar, y luego de nuevo a la panadería.
Ahora era la tarde las cuatro de la tarde, o las tres y media y la sombra se le adelantaba, remedando a su impaciencia por volver. Era el rato de la siesta: los caballos reposaban, desuncidos, en los pesebres. Hasta su lado llegaba él, con ese andar lento, que era una excusa, y se les aproximaba, y otra vez les hablaba uno a uno:
—Canela.
—Ruibardo.
— Pintado.
—Ruibarbo.
Desentornaban los enormes ojos quietos para mirarlo.
Los dos más jóvenes parecían entenderle mejor, como si recogieran la ternura, el trémolo de bondad, que latía en su voz. Parecía que le escucharan, que le replicaran, en cierto idioma silencioso. Los viejos no: alzaban a duras penas esos párpados bajo los cuales semejaban dormir unas pupilas desprovistas de visión, y grises de un largo y ancho desgano. Estos eran sus predilectos, no obstante, y el chico escurría los dedos, acariciando a pausa sus pelambres húmedas de sudor. (Le agradaba el rastro que después iba dejándole aquel sudor en la piel. Le gustaba olfatearlo, guardarlo en las manos, dormirse por la noche percibiendo su eco).
— Manco, manco —murmuraba.
Algo quizá si apenas otra forma de silencio— respondía en Canela y Pintado, mientras las orejas inmóviles de Penacho y Ruibarbo dejaban escurrir, resbalar, su compasión.
—Penacho. . .
Nada.
—¿Ruibarbo?
Igual.
Era como si su voz se perdiera, cayera en unos pozos sin eco. Miraba a los caballos fijo, fijo, largo, con un dolor suyo por los malos tratos que les adivinaba recibiendo, por los interminables plantones quietos contra un muro, y luego ese ir y venir sin cambio calle abajo y calle arriba, y el nunca ver pasto vivo o agua que corre: todo aquello que a través de quizá cuántos años venía secándolos, vaciándolos, lo mismo que si fuesen un par de charcos secos en verano.
—Manco. . .
Le provocaba angustia notar el gesto amargo de sus belfos. Sin saber sabía que era una amargura inerte, no nacida en nostalgia de los árboles ni el viento ni de la alegría de los esteros, pues jamás pudieron conocer desde cerca esteros o árboles, y en la pequeña ciudad el viento servía sólo para levantar terrales.
La nostalgia habría sido hasta un alivio contra el tedio.
En cambio, cierta aridez yerta parecía haber ido quedándose en los dos caballos—como ese polvo sutil que acumula el tiempo en los rincones al arrastrarse sobre ellos los días y los días y los días parejos, hechos de horas parejas, sin minutos ni segundos, de esas horas inmóviles, que dan lo mismo, que se acumulan y aplastan desprovistas de alternativas y de esperanzas y de sorpresas.
Sí, les perdonaba su frialdad. Los intuía incapaces de otra reacción, de cualquier reacción: no le habrían podido odiar, igual que no le podían agradecer, responder.
—Manco. . .
Su mano iba recorriendo morosamente las ásperas pieles, sorteaba con afecto las mataduras, trataba de decir, pulso a pulso, lo que no cabía en la voz: esa amistad intensa que es sentir el dolor en carne propia, vivir la fusta y la soledad y el tedio, palpar la opresión de las cuatro paredes y el imposible de la sombra, los árboles, el quieto frescor de los esteros.
Lo conocían ya los hombres de la panadería, y lo dejaban quedarse allí.
—Entra, Potrillo —invitaban al verlo junto a la puerta.
Él pasaba sin articular palabra, con la clara elocuencia de sus ojos no más, y se movía suave, silenciosamente, y se ponía al lado de sus amigos.
En varias oportunidades le ofrecieron subirlo sobre el lomo de algunos de los caballos.
—¿Quieres dar una vuelta, Potrillo?
—No.
—¿Tienes miedo?
—No.
—¿Entonces?
—No quiero.
—¡Ah, tienes miedo!
Lo dejaban.
Por qué iba a tener miedo. Le daba, sí, una especie de vergüenza la idea de trepar en ellos, cansados como estaban. Era humillante, y era cruel.
No deseaba ser jinete, sino compañero suyo.
Le gustaba, por eso, que le llamaran Potrillo. Por eso le gustaba el olor que en su epidermis iba dejando el sudor de las ásperas pelambres.
Cuando iba al río, se echaba boca abajo sobre una piedra enorme —siempre la misma— y se dedicaba a soñar despierto. Imaginaba una suerte de invariable cuento de hadas: él era rico, muy rico, o muy poderoso, dueño de un reino con castillos y palacios y lagos tranquilos, y en medio del mayor de los lagos había una isla ancha, lisa, entera cubierta de césped, y allí enviaba él a los caballos, los de todas las panaderías de la comarca, y les tenía esteros y árboles y unos pesebres inmensos y hermosos, y nadie podía maltratarlos ni montarlos, porque él había impuesto pena de muerte a quien lo hiciera, y en un lugar maravilloso de la isla habitaban Ruibarbo, Pintado, Canela y Penacho, y a los ojos de Canela y Ruibarbo había vuelto la visión, y eran unos ojos vivos, alegres —mansos siempre: claro—, lustrosos de felicidad, plenos de paz, y él los observaba y les hablaba y ahora sí le entendían, y los dos se iban con él, andando, andando, bajo los olmos y las higueras, y se metían por unos vados pedregosos, y entre las ramas que se trababan por sobre sus cabezas veían el cielo, con un sol perenne y tibio, que no daba calor sino sólo infundía en el cuerpo una sensación de gozosa tibieza, y cuando llegaba la noche, él, el príncipe, dejaba a veces los asuntos de Estado para quedarse a dormir con sus amigos tendido en el pasto entre los cuerpos enormes y suaves, y al amanecer siguiente lo despertaban, en lugar de clarines, los relinchos de Ruibarbo y Canela, y al abrir los párpados se encontraba con el mágico espectáculo de las crines y las largas colas flotando en el aire mientras los animales galopaban por la llanura...
Un día, cuando salía al reparto el carro tirado por Ruibarbo, el anciano conductor dijo al chico:
—Despídete de él, Potrillo.
Su mirada preguntó por qué.
—El patrón lo vendió.
—¿A quién?
Quiso el hombre callar, pero las pupilas del niño no permitían huirle.
Con voz ronca explicó que lo llevarían al matadero mañana de alba, que harían charqui de él. Bueno, estaba tan viejo que...
Al matadero.
Se fue el muchacho pensativo calle abajo. Su hermana había ido al matadero una vez, y luego le contó cómo era, cómo un hombre que vestía un delantal ensangrentado se acercó a un buey y le clavó su enorme cuchillo en el pecho, y el buey no murió al primer golpe, y observaba con expresión apacible—sin rencor ni rebeldía— al verdugo. Parecía pedirle que acabara pronto. Mientras, la sangre fluía de la ancha herida y algo se apagaba a pausa en su vista.
Llegó el chico al río, se puso a andar por la orilla.
Una bandada de garzas alzó el vuelo sobre el cauce. Un perro lo siguió a corta distancia durante un trecho. Había un piño de cabras. Él no percibía nada. Sólo escuchaba retumbar en su mente la palabra matadero, y ante su vista flotaban el delantal manchado de rojo, el machete, la agonía que imaginaba a Ruibarbo.
Era la hora de la escuela.
No fue a la escuela.
Permaneció la mañana entera tendido en su roca de siempre, aunque sin soñar, como siempre: meditando, obsesionado, desesperado. Volvió a almorzar. Comió maquinalmente con la cabeza baja y la garganta estrecha de angustia. Nadie lo notó, ni le preguntaron.
Por la tarde se encaminó a la panadería y se quedó hasta que ya estuvo oscuro junto al viejo Ruibarbo, musitando su caricia inútil:
—Manco, manco, Ruibarbo...
De pronto oyó que cerraban la puerta. Colocaban trancas. Alguien se despedía:
—Hasta mañana patrón.
—Hasta mañana. ¿Les pusiste agua a los caballos?
—Sí.
—¿A los cuatro?
—No sé si al Ruibarbo. Total, para qué darles trabajo de más a los charqueadores.
Sonó una carcajada.
El chico se estremeció. No hizo ningún movimiento. Esperaría a que se fueran, y daría de beber a su amigo. Eso sí lo iba a entender.
Se escucharon pasos aún, voces que iban apagándose. Después, un largo rato durante el cual no hubo ruido alguno, fuera del que producían los animales con su lento masticar del forraje.
Se asomó al patio: una luna blanquecina emergía ya, y alumbraba todo vagamente.
Nadie.
Sigiloso, buscando los rincones, avanzó hacia la llave del agua. Al pasar frente al callejón de salida una idea le aceleró el pulso hasta la angustia: corrió, jadeante, al portón, y comenzó a hurgar a tientas. Por fin halló la tranca. Pesaba mucho. La alzó a duras penas. Cuando lo hubo conseguido, el madero se vino al suelo con estrépito.
Creyó que no podría evitar el llanto. Se contuvo porque era demasiado grande su miedo.
Trató de hacerse ovillo.
Esperó.
Al cabo de unos segundos oyó abrirse una ventana en el segundo piso. Apareció en ella el panadero, que oteó en torno, minucioso. Se volvió en seguida hacia adentro.
—No es nada, mujer dijo—. Sería uno de los caballos, que ha estado intranquilo.
Luego cerró.
El chico permaneció quieto por interminables minutos. Una campana de reloj dio la hora, pero él no atinó a contar los golpes. Aún resonó otro antes de que se atreviese a cambiar de postura.
Se levantó entonces con mil precauciones, fue hasta la caballeriza de Ruibarbo, desató la cuerda que lo ligaba a un poste y comenzó¿ a conducirlo hasta el portón. El animal se resistía al principio. Después le siguió, a paso lento. Le pareció al niño que nunca habían resonado tanto las herraduras sobre los adoquines.
La espesa hoja de madera se abrió con quejidos de vieja.
No se atrevió a cerrarla.
En la calle no había nadie, ni encontraron a nadie en el trecho breve que la panadería distaba del río. Así alcanzaron al puente, a cuyo extremo opuesto el llano y los cerros se abrían, libres, semejantes al reino con que el chico soñaba, y revestidos ahora de magia por la claridad de la luna.
Tenso de emoción, quitó la cuerda del cuello de Ruibarbo, le dio las últimas palmadas de afecto y murmuró cálidamente:
—Adiós.
El caballo permaneció unos momentos inmóvil, como si no entendiera. Después dio media vuelta y se fue trotando, trotando, hasta el portón de la panadería por el que desapareció.

Olegario Lazo Baeza: El padre

Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta lacre, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca con el grito:
-¡Cabo guardia!
El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.
Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:
-¿Estará mi hijo?
El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.
-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo -repuso el suboficial.
-Manuel... Manuel Zapata, señor.
El cabo arrugó la frente, y repitió, registrando su memoria.
-¿Manuel Zapata?... ¿Manuel Zapata?...
Y con tono seguro:
-No conozco ningún soldado de ese nombre.
El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:
-¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial de línea...
El trompeta, que desde el cuerpo de guardia ola la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:
-Es el "nuevo"; el recién salido de la Escuela. -¡Diablos! El que nos "palabrea" tanto...
El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora, y como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.
El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor.
Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:
-¡Cazuela! ¡Cazuela!
El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo lanzaba atropelladamente sus pensamientos:
-¡ja, ja, ja!... Si. Cazuela..., pero para mi niño.
Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesa agregó: ¡Cinco años sin verlo!...
Más alegre, rascándose detrás de la oreja:
-No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡ja, ja, ja!..."Uno de guardia", pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente.
Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.
El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:
-Lo buscan..., mi teniente.
No sé por qué fenómeno del pensamiento, la escogida figura de su padre relampagueó en su mente...
Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas: -En este pueblo... no conozco a nadie...
El soldado dio detalles no pedidos:
-Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...
Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:
-Está bien... ¡Retírese!
La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarro y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.
A los cinco minutos, vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura de la posición de firmes. A cuatro pasos de distancia le gritó, aleteando con los brazos como un pollo:
-¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecito del campo... Dice que es el padre de su mercé...
Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia y repuso: -¡Váyase! Ya voy..
Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.
El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.
Mientras tanto, el pobre padre, a quien los años hablan tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba hacia afuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacia temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos...
El oficial de guardia encontró a Zapata, simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos...
-Te buscan... Dicen que es tu padre.
Zapata, desviando la mirada, no contestó.
-Está en el cuerpo de guardia ... No quiere moverse...
Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia y fue allá.
Al entrar, un soldado gritó: -¡Atenciooón!
La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.
El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer; gritó:
-¡Mañungo! ¡Mañunguito!...
El oficial lo saludó fríamente.
Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaron los músculos de la cara.
El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:
-¡Qué ocurrencia la suya!... ¡Venir a verme!... Tengo servicio... No puedo salir.
Y se entró bruscamente.
El campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.
-Tome: para ustedes, para ustedes solos.
Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:
-Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Delen un pedacito!...

León Tolstoi: Pobres gentes

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.
Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.
"A lo mejor le ha pasado algo", piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.
En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.
Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.
Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños... ¿Es él? No, no... ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido... Ahí viene... ¡No! Menos mal..."
La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.
"No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?" Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.
De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.
-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.
-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.
-¡Vaya nochecita!
-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?
-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible... No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?
Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.
-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.
-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero... ¿qué podemos hacer?
Ambos guardan silencio.
-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?
-¿Qué me dices?
-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños... Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas...
Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.
-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.
Juana no se mueve.
-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?
-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.

Edmundo D'Amicis: El pequeño escribiente florentino

Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo.
Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.
-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo.
El hijo le dijo un día:
-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú.
Pero el padre le respondió:
-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores.
Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.
Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo:
-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber. Julio, contento, mudo, decía para sí: "¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!"
Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto:
-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!
Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.
Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes.
-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo!
Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.
-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?
A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.
-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya.
Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría:
-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado!
Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo.
Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:
"¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!"
Y añadió el padre:
-¡Treinta y dos florines!... Estoy contento... Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta.
Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo:
-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más.
Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho.
-Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre.
-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.
Pero su padre lo interrumpió diciendo:
-Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré.
Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: "No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata".
Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios.
Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: "Hoy no me levanto"; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación.
Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo:
-Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!... ¡Julio mío! ¿Qué tienes?
El padre lo miró de reojo y dijo:
-La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso.
-¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá.
-¡Ya no me importa! -respondió el padre.
Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre.
"¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!"
Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura.
Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado.
Si su padre se despertaba... Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo..., todo esto casi lo aterraba.
Aguzó el oído, suspendiendo la respiración... No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir.
Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo.
Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón.
-Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre.
Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido.FIN